A lo largo del territorio que ocupó el
Imperio Romano de Oriente se conformaría el Imperio Bizantino (o Bizancio), sumándose
algunos territorios de Asia y África. Contrapuesto a los reinos independientes
romano-germánicos, este espacio mantendría una configuración imperial. Tras la
caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 d.c. mantendrá su entidad
propia hasta el año 1453, ante la caída de Constantinopla, su ciudad capital. Ubicado
como un espacio intermedio entre el mundo europeo y el mundo árabe, por su asiento
geográfico, mantendrá interrelaciones con ambas culturas, asimilando estilos de
vida y costumbres.
De los emperadores más renombrados se
encuentra Constantino, quien daría nombre a la ciudad capital, que lograría
mantener la centralidad del poder en la organización de los territorios
provinciales dominados a través de gobernadores. La extensión máxima del
Imperio se alcanzaría con Justiniano, durante el siglo VI, ocupando gran parte
de la actual Turquía, el corredor Sirio-Palestino, Jerusalén, Egipto, el norte
de África, los Balcanes, Italia y parte del sur de España. Tras la muerte de Justiniano, el Imperio tuvo
un proceso de disgregación, que a pesar de un renacimiento durante los siglos
IX y XI, no logró frenar el avance de los turcos otomanos, quienes tomaron
Constantinopla en 1453.
Contrario al proceso de ruralización
de occidente, el Imperio Bizantino mantuvo su centralidad en las Ciudades,
siendo una de la más importantes Constantinopla, centro de los obispados, el
gobierno y el ejército, tuvo un gran desarrollo económico, a partir del vínculo
comercial con otras civilizaciones, como China, India y Rusia, beneficiándose
de su dominio territorial sobre el mar Mediterráneo.
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